Reseña del libro ‘Los días largos’, por Elisabet García Rodríguez

En uno de esos días en los que los sueños de verano quedan atrás y son pisoteados por la agitada y temprana rutina de la pluscuamperfecta Madrid, un ocho de Septiembre, recibí una gustosa invitación a una galería de arte.

Semanas después acudí a la cita toda yo vestida de negro -y no sólo por fuera-, algunos dirán que sería la guitarrista perfecta de un concierto de Rock N’ Roll. Y allí, ante mí, esa minuciosa galería, aunque ahora descubro que era aquella insignificante yo, ante inmensamente ella. 

Decidí dar un paso, entrar. Mis ojos trataron de captar la totalidad de lo allí expuesto en un sólo vistazo. Fotografía, ilustración y lírica se concentraban en la sala. Un marco sostenía cada obra, inexplicablemente todo junto, descarriado e indivisible a partes iguales.

Paseé por los metros cuadrados que resultaban ser el hogar, o la Canción de cuna para ojos secos, de esas inefables creaciones. Paredes blancas que colgaban espejos, precipicios, escenarios de libros de Dante.

Las fotografías. Suaves caricias en mi piel. La rozaban, semejaban plumas recorriendo mi imperfecta silueta. Tan elegantes, tan estéticas, tan bellas, dando la mano a Horacio en su Beatus Ille. Allí estaban reposadas, complejo de Musa -esta vez no fea-, sumisos dedos que se deslizan por el piano más sedoso, feminidad por bandera, sospecho que me rindo a Tenerte parcialmente Carmina, infinitud en cada efigie que concluye en Cronofobia.

Mientras no quedaba más luz por tratar de Inventar en mis pupilas, fueron las pinceladas estrepitosas de Rut, la ilustradora, las que zarandeaban mis parpados. Contraste de claroscuros que apuntaban al centro de la diana. Dibujos que tú, siempre tú apreciarías en cada centímetro cuadrado de tu tiempo. Rebelión y claudicación simétricas en cada copo de Nieve que altera mi temperatura. Anarquía visual como estado natural. 3:14 minutos de vibrantes y tenebres notas de guitarra eléctrica compuestas por la más pura melodía de un saxofón que exclama: Nos volveremos a ver.

¿Dónde? En Madrid. Esa gran dama y señora que derrocha vino, colillas y malas decisiones por sus alcantarillas. Confieso que es difícil no derramar lágrimas- no sólo Madrid llora– en un escenario tan amargo. Los semáforos en rojo del día a día por los que no dejamos de cruzar, o por los que no nos dejamos de Perder. Pasos en falso por sus asfaltadas calles que nos acercan al Eterno retorno al que no dejamos de tentar.

Pero siempre nos quedará la lírica como salida de emergencia. ¿Qué importa si cuelga un cartel de Danger en la puerta?

Cada palabra aquí representa una gota. Gotas de una cascada que acaba en abismo. Alto. Nadie te habla de una hermosa cascada que te acerque a la orilla paradisíaca de un río. Te ruego me disculpes si pensaste por mis palabras que esta galería ofrecía sueños rosas. Prometo que lo entenderás cuando te adentres Hoja por hoja y camines por los senderos convertidos en párrafos.

Como decía, la lírica como medio de escape, o mejor, de deriva. Deriva sin timón, sin faro, sin salvavidas. Palabras incrustadas en cada latir, pellizcando mis cicatrices, y mientras, susurrándome al oído, muy bajito, que nos perdamos por nuestras Zonas comunes, que saltemos al vacío sin temor, que las treguas son cobardes.

Mientras continuaba solitaria en medio de la galería, mi noción del espacio-tiempo apostando a juegos de azar, tratando de descubrir el más mínimo halo de aquellas piezas. Mis ojos continuaban inevitablemente curioseando entre los versos que colgaban, mientras buscaba algo, alguien o ambos -quizás una Persona-refugio- que consiguiese revelarme qué ocurría exactamente, que ordenase ese caos milimétrico. Mi cuerpo desnudo Enredado entre versos de QuevedoEs hielo abrasador, es fuego helado– que delatan las intenciones del artista, Fernando, que toma como pluma la inercia vital.

Contemplé las obras por última vez antes de marcharme, rodeada de espectros ausentes que gritaban ¡No quiero que te acabes nunca! Y entretanto desdibujando las marcas que dejaba la visita, quemaduras empapadas en tinta, heridas con forma de verso, rasguños sensoriales tan profundos como extraviados. Un dolor que quiere más de sí y se confunde con placer.

Recogí mis pertenencias, buena parte de ellas se quedaban allí envueltas entre las conversaciones que mantuve con aquellas obras. Guardé la entrada de la visita en lo más profundo de mi ser, me dirigí a la puerta, soy educada, no olvidé Cerrar sin que suene.

Reseña sobre Los días largos 
Fernando López, Carmina Gabarda y Rut Alameda


Por: Elisabet García Rodríguez

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