3 de febrero de 2017
Por Francisco Collado Berrocal
Sumergirse en el prólogo de esta aventura literaria de José Manuel Villafaina, nos regala un aroma metateatral, amén de un sinfín de anécdotas reales y suculentas. Algunas, sospechadas. Otras, auscultadas en los mentideros de nuestra Villa y Corte. El cosmos revelado por este dramaturgo pacense, narra las vivencias, intrigas y sinsabores del cómico constreñido por los poderes fácticos, por la estulticia secular de los jactanciosos, y el poderoso caballero quevedesco titulado Don Dinero. Mundologías que servirían de argumento para una ácida sátira del Darío Fo más desatado.
El universo (real y cotidiano) que muestra Villafaina; tanto en la introducción, como en las obras editadas; haría las delicias de Pirandello y su “antiteatro”. La falsedad de las relaciones humanas, el juego de máscaras derrochado por los personajes reales, superan cualquier ficción escrita para la galería, Todas las vanidades mundanas procesionan por estas páginas. Pesebreros; rumiando en la cuerda política reinante; mendicantes anímicos, menesterosos intelectuales. Pícaros de menor cuantía, hidalgos de miga de pan en la pechera. Toda una variada Corte de los Milagros, latente y tan identificable, que dificultaría su representación.
Una obra como Historias de Filemón, dada su cercanía a personajes reales, tiene una difícil traslación al escenario. Historias de Filemón, destila una temática similar al Parnaso Literario; otra obra irrepresentable por razones obvias; de Bartolomé Collado, su compinche en correrías nada edificantes (culturales). No en vano estas apostasías contra el poder cultural establecido, se gestaron en la tertulia literaria denominada humorísticamente como Maldita. Allí, literatos exiliados de las prebendas oficiales; trataban de construir un espacio (semanal y cultural) sin débitos con los gestores públicos. Caldo de cultivo de creadores freelance. Autores apestados para los cenáculos administrativos. Filemón irrumpe como un alter ego incomodo, como una mosca cojonera de las tramoyas que se gestan en despachos y canonjías, descubridor de las nefastas corruptelas entre bambalinas. Servicias administrativas de las que el ciudadano no llega a tener conocimiento.
El autor presenta este “Filemón” como un ensayo satírico. “Inspirado en hechos reales”, como los telefilmes de mediodía. Pero en este caso; lacerantes y aún sangrantes; por tratarse de componendas y picarescas llevadas a término mediante el uso de fondos públicos, a espaldas del espectador/ciudadano. El “churro” metafórico que porta el payaso con patines, simboliza toda esa casta de mediocridad que se eleva merced a las marionetas y titiriteros de la política. Metafórico bufón de esa querencia por el postureo (tan cara a esta generación). El personaje encarna el pernicioso vicio de la apariencia, raíz de todos los males culturales. La escena final, con el artisteo pugnando miserablemente por obtener el jamón serrano, mientras la oscuridad se cierne; lenta y certera; sobre el mundo cultural, deviene parábola; latente y dolorosa; de una realidad que supera todo lo imaginado en la creación literaria. Un entorno hostil, en el que el autor cree “imposible llegar a la edad de la razón”.
En El Traje Nuevo del Emperador, el dramaturgo utiliza las referencias del Infante Don Juan Manuel, Andersen y Cervantes para crear una divertida sátira para todos los públicos. Al son de murga carnavalesca (pacense sin duda), el país de Pomponia descubre con indignación la fatuidad de sus gobernantes. La estulticia de quienes se creen poseedores del saber, de aquellos que viven de la apariencia y la arrogancia más iletrada Sin excluir; con verbo clásico y certero; una ácida crítica a la banalidad de las pompas mundanas.
Altamente recomendable para su representación ante un público infantil, con mensaje de redención final y divertido análisis de la realidad actual, donde los pomponianos se burlan de aduladores, plumíferos, y variada fauna de adefesios, entre un claro homenaje a las carnestolendas. Pero Villafaina tiene para Tirios y Troyanos, para repartir estopa a tanto leguleyo, a tanto abanderado de la mediocridad, a tanto espadachín del absurdo. Por sus obras desfilan el menesteroso, el tiralevitas institucional, el mediocre que a golpe de “dar la brasa” y amiguismos varios, consigue que le publiquen un olvidable y pordiosero opúsculo, especulando que ya ha pasado a las Antologías Literarias. Son personajes vivos, palpitantes, de una fisicidad reconocible. La siguiente pieza podría devenir esperpento valleinclanesco en su génesis. Aunque tratándose de aquestos predios, la astracanada sería el género más exacto para definir el surrealismo de la historia. Me refiero aquí a la intromisión de los “de arriba” en el hecho cultural.
A la osadía flagrante del zascandil que irrumpe, como elefante en cacharrería; en el mundo del arte. José Manuel Villafaina narra como el tradicional “Auto Sacramental”, que se representaba tras la cabalgata de Reyes Magos, fue borrado del mapa vía politicastros de turno. La metamorfosis del gusano no devino mariposa, sino sapo iletrado con un desfile esperpéntico donde el panem et circenses se convirtió en publicitaria panoplia de marcas comerciales, a golpe de caramelos. La historia de cómo algún rústico suprimió a golpe de decreto un acto cultural de ese nivel; que archivaba una tradición medieval; define a los indoctos personajes que participaron en la turbia trama, y supera el argumento de cualquier comedia negra. No dispuesto a rendirse ante la infecundia cultural del entorno, el gurú de la crítica teatral, contactó con el poeta Bartolomé Collado; decano de la poesía extremeña; para responder a las manipulaciones políticas con el noble ejercicio de la cultura.
De esta colaboración surgió La Estrella de Belén, una obra de verbo clásico, respetuosa con la tradición, sin huir de diálogos incómodos, fruto de la investigación del autor en astrología, geografía, etc, que dotó a la aventura de densidad dramática y un corpus señero. Cumpliose el refrán: “Nadie es profeta en su tierra”. Las instituciones iletradas y los fantoches corporativos, dieron la callada por respuesta en un alarde de gallardía y pasión cultural. El auto, compuesto en once cuadros, fue reconocido por expertos como Miguel Ángel Teijeiro Fuentes; profesor de literatura de la Universidad de Extremadura y autor de Cervantes: Camina e Inventa, El Teatro en Extremadura en el Siglo XVI, entre otras obras. También recibió mediante misiva la felicitación del Cardenal Paul Poupard, presidente del Pontificium Consilium de Cultura del Vaticano: “En la obra el ritmo fresco y acompasado de contenido bíblico, conjuga admirablemente piedad y expresión literaria”.
Todo ello pese a tratarse de diálogos nada complacientes, que abordan temas espinosos corrientemente evitados por la teología literaria al uso. Esta ignominia de involucionismo cultural que arrancó de cuajo una manifestación tradicional y popular; amén del bochorno histórico de los perpetradores; supuso la manifestación más flagrante de la permeabilidad y orfandaz del hecho cultural frente a la arbitrariedad de gestores tiralevitas. Gerentes de chaqueta indecisa al servicio de intereses adulterados. Ellos y todos sus acólitos, monaguillos y palmeros de las subvenciones oficiales desfilan por estas páginas como una comparsa de mediocridades. En El Coquí Enlatado aparece la nostalgia de un autor cosmopolita, viajero irredento, que aprecia el terruño donde le acogen. Un texto que durmió en un cajón a la espera de ser rescatado por Diana Carmen Cortés, estrenándose en el Centro Social de la barriada de El Gurugú y en el colegio OSCUS.
Aunque la versión final, tristemente llegó con la constatación de que Puerto Rico se había deteriorado, convirtiéndose en colonia “de facto”, donde las corruptelas, la deuda externa, el desempleo campan a sus anchas. Nada nuevo bajo el sol. Con la inspiración del croar del coquí; rana cantarina y símbolo cultural del país; esta obra para niños y adultos habla sobre la posibilidad de redención. Una historia de amor, con posos de espiritualidad, que no rehuye el hachazo frontal al colonialismo, al servilismo y los poderes fácticos. Con utilización de vocablos comunes a la bella isla. Un hermoso y didáctico cuento, preñado de referencias donde aparecen peculiaridades autóctonas como el guaraguao, el pitirre o el pequeño coquí. También se utiliza el particular y rico léxico popular con expresiones como “rajado”, “p’arriba”, “compay”, “flamboyán”, etc. Tres payasos (Le, Lo, Lai) que simbolizan la bandera nacional, exteriorizan un cuento con un profundo mensaje social y humano.
Villafaina le adeuda a la platea su permanencia como cronista de pompas y fatuidades profanas. Le adeuda horas de insomnio, sedente ante el teclado (o ante el tintero). Alguien debe seguir dramatizando tanto clientelismo cultural, tanta endogamia literaria, tanto amiguismo pesebrero.
Así sea.